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Sémen

  • Teniente Amores
  • 19 oct 2016
  • 2 Min. de lectura

Cuando entré a la habitación había una peste allí, las ventanas estaban medio abiertas, así que la urbanidad se combinaba con dicha peste; pero aún así pude olerla -pensé-.

Qué más da, algo tan inhumano como el coito, no puede no humanizar lo inerte, así que entré, y sentí como el perfume seminal recorría los contornos de mis partes, rozándolos, despacio, repugnante, despacio.

La cama estaba tirada en el piso, no simplemente puesta, si no tirada, desordenada, discordia y dis-cordialmente adornando el contexto copulatorio de la habitación; a su lado el velador, lleno de libros que sé, ella no había leído; la ropa estaba tirada, y en el piso estaban, los contornos dibujados con tiza, cual escena criminal hollywoodense -hollywood era lo nuestro-, de lo que en su momento fueron condones usados, y sostenes copas enológicas.

En todos los lugares había un Santiago o un Buenos Aires.

Mugre, eso es todo lo que hay en este lugar, sexo y mugre: la combinación perfecta para erectar el pene de un ratón feliz varón putrefacto, mugre, eso es todo lo que somos y son, rupturas y fisuras en un espejo de cartón.

El sexo es la medida más rudimentaria para la picazón existencial del ser humano, el sexo es el pecado que nos otorgó el diós -que podemos realizar como si de un sacramento se tratara-, para alimentar su omni-morbo.

Entonces me noté allí, analizando cómo es que una hace algunas horas, alguien completamente tonto, había abruptado corporalmente, intervenido sudoríparamente, a alguien tontamente completo; pero ahora yo era diós, yo era el diós y su morbo, yo era la creación somnolienta, depresiva y al mismo tiempo indiferente.

La pestilencia seguía allí, así como los libros, los indicios de que algo alguna vez, los edificios y el amor de la tez, pero ella ya no.

Es más, ella dejó de estar allí siempre y en todos los momentos; sin necesariamente volver, su ausencia se elevaba al cuadrado cada segundo y hora y semáforo en rojo, tanta es la matemática que se le infligía a su voz inexistente, que se transformó en números -fechas-, y luego en álgebra y luego no fue nada, por fin perdí su cuenta.

Tomé uno de sus libros, y me fui.

“El por qué de que las nubes vayan más lento que las olas y otras preguntas pretenciosas”, se llamaba.

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